Seis años. Una simple edad que debería evocar recuerdos de días despreocupados y rodillas raspadas. En cambio, para mí, marcó el comienzo de una realidad escalofriante. El día no estuvo lleno de sol, sino del repugnante golpe de un puño contra la carne. Era el sonido que se convirtió en la banda sonora de mi infancia: el sonido del terror resonando en nuestra casa. Mi madre, una mujer radiante con ojos que contenían un universo de bondad, estaba constantemente nerviosa. Su sonrisa, una máscara frágil, no podía ocultar el miedo profundamente grabado en su interior.
El hombre que vivía con nosotros, la pareja de mi madre, ejercía una oscuridad diferente. Su enfado y frustración constante. Era una rabia fría y calculadora que estallaba en arrebatos violentos, dejando un rastro de objetos rotos a su paso. Recuerdo vívidamente una de esas noches: el silencio escalofriante roto solo por el sonido de su voz alzada, la mirada de puro terror en los ojos de mi madre y el golpe repugnante cuando algo se estrelló contra la pared. En ese momento congelado, vi un retrato de puro terror en sus ojos, un pavor primario que reflejaba el mío propio.
Los años se perdieron en una bruma de constante miedo y aislamiento. Pasaba mis días vigilando con atención y mis noches llenas de pesadillas donde las paredes se cerraban, reflejando la atmósfera sofocante de nuestro hogar. La escuela se convirtió en un refugio, un lugar donde el terror podía olvidarse momentáneamente. Sin embargo, incluso allí, las sombras de mi realidad persistían.
Pero afortunadamente, la tormenta no nos rompió. Hubo un punto de inflexión, un día grabado en mi memoria con una claridad agonizante. Fue el día en que la violencia alcanzó un crescendo horrible. Todavía puedo ver el miedo crudo grabado en el rostro de mi madre, escuchar sus súplicas desesperadas por piedad. Luego, con un salto de fe desesperado, saltó de la ventana del segundo piso para salvar su vida de su agresor, prefiriendo lo desconocido al miedo sofocante del interior.
Esa fue la última vez.
Después de esa terrible experiencia, la vida dio un giro inesperado. Reconstruimos nuestras vidas, pedazo a pedazo. Fue un camino largo, pavimentado con los fantasmas del pasado, pero lentamente, un rayo de esperanza comenzó a florecer. Mi experiencia encendió un fuego dentro de mí: un ardiente deseo de ayudar a otros a escapar de la oscuridad que conocía tan bien.
Es por eso que estoy ante ustedes hoy, trabajando con Santana Globally We Care. Mi historia es un testimonio de la resistencia del espíritu humano, un faro de esperanza para los atrapados en la tormenta. A las niñas y jóvenes y madres del mundo entero que lean esto, les digo: no están solas. El miedo puede ser paralizante, la situación aparentemente desesperada, pero hay ayuda. Hay luz al final del túnel.
No dejes que nadie apague tu luz interior. Eres fuerte, capaz y más valiente de lo que crees. Pedir ayuda no es un signo de debilidad; es el primer paso en el camino para recuperar tu vida. Recuerda, después de la tormenta más oscura, aparecen los arcoíris más vibrantes. Aférrate a esa esperanza y sabe que hay personas que se preocupan, que quieren ayudarte a encontrar tu propio sol.
Mi historia puede ser una de ventanas rotas y vidas destrozadas, pero también es un testimonio de la fuerza inquebrantable del espíritu humano y el poder de la esperanza. Juntas, podemos romper el ciclo de violencia y construir un futuro mejor, donde cada niña y mujer pueda vivir una vida libre de miedo.
Estoy bendecida más allá de toda medida por ser una sobreviviente, no solo otro número perdido en esta terrible tragedia. Hoy comparto mi historia con un corazón lleno de gratitud por la segunda oportunidad que la vida nos dio. Mi voz es un faro de esperanza, un testimonio del poder, de la resiliencia y un llamado a la acción. Juntas, reescribamos el final para las innumerables niñas y mujeres atrapadas en la tormenta.